Martí no sólo lo predicó, sino que lo cumplió con su inmolación en Dos Ríos.  En este silencio de Pandemia son muchas las frases de grandes hombres las que he reencontrado y la verdad es que resulta fascinante rumiarlas.  Es misteriosa la sensación que se abre paso adentro de uno. 

La palabra en esos niveles de los forjadores y guías de los pueblos pone a pensar seriamente en la predestinación de su paso por la tierra.  Son enviados innegables y ésto imprime una fuerza especial en el espíritu de nosotros, simples mortales, que, lejos de inferiorizarnos, nos inspira y enaltece. 

En este tiempo aciago da lástima ver cómo, estando la patria en peligro, tantos de sus hijos permanecen distantes, indiferentes, sin empeñarse en comprender que, al final, ellos mismos se tendrán que comprometer en los riesgos necesarios para su defensa.  Yo he ido aprendiendo lentamente que las voces de los heraldos ya han advertido todo y que lo único válido que nos queda es alinear todas las energías, pocas o muchas, para responder a su llamado.  Esto, porque ella no puede ser pedestal, sino ara, según aquel Apóstol de la libertad de su pueblo.

Ocurre con nuestro Duarte sublime, que entre las cosas luminosas que dijera llegó a expresar:  “Nunca me fue tan necesario como hoy el tener salud, corazón y juicio; hoy que hombres sin juicio y sin corazón conspiran contra la salud de la Patria.”

¿Cómo andaría el espíritu de nuestro Padre Fundador para hacer una reclamación tan dramática? ¿Qué esperaría él de nosotros frente a estos abismos propuestos para la aniquilación de nuestra independencia?  De seguro su aura de líder inmanente nuestro propone como deber frente a estos tiempos el sacrificio pleno.

 Y no sólo son las palabras de los fundadores de Patrias las que nos emplazan; hay voces de muchos hijos esclarecidos, como tuve ahora oportunidad de celebrar, al tener en mis manos, devorándola nuevamente, su “Tres Leyendas de Colores”, de Pedro Mir, nuestro poeta inmenso.  La leí antes, sin contar con la complicidad de estas soledades, pero es ahora cuando puedo alcanzar a ver más de cerca aquel talento.

No pude contenerme y dije al terminar: Gracias, maestro, una vez más.  Yo que abrevé de mozalbete en su docencia, hoy le digo, Gracias maestro por este cofre de joyas de la poesía relatando con rigor la historia.

Y voy a hacer una deriva indispensable para traer algo importante a cuento.  Se trata de la descripción de Enriquillo, Guarocuya de niño, fundándose en el testimonio de la crónica de la época que habla de su formación bajo la tutela Franciscana y su comprensión enorme de la índole opresora del Encomendero.  Pero debo concentrarme en el episodio que me hizo llorar, y a la vez esperanzarme; fue el relativo al exterminio de los indios y, dentro de éste, a una revelación triste de los frecuentes suicidios colectivos de madres y padres, con sus hijos, optando por la muerte antes que ser apresados, ultrajados y violados por el Conquistador.

Voy a transcribir sólo un párrafo para animarles a leer la obra toda:

“La importancia de llamarse Enrique”, página 187.

 Pareció a los indios tan inexorable e irresistible la opresión que, agotados todos los recursos humanos para combatirla, recurrieron a una solución metafísica: la muerte.  Pero no la muerte de los enemigos. Esta fue la primera solución elegida y puesta en práctica en el Fuerte de la Navidad, la graciosa fortaleza construida con los restos de la Santa María, sino la propia muerte, la desaparición total de la raza como un designio voluntario.

Cuando los indígenas se apercibieron de la magnitud del enemigo y de lo inexorable de la derrota decidieron tomar la vía del suicidio…..  Esta decisión comenzó por tener carácter individual, Oviedo explica que los indios se suicidaban frecuentemente con el zumo de las raíces con el que hacían el casabi, o sea, de yuca, sin someterlo al fuego.  El suicida tomaba esta resolución, probablemente avergonzado de no poder resistir como sus compañeros.  Pero hubo un momento en que esta convicción derrotista fue tan profunda que se hizo entonces colectiva.  Como consecuencia de ello, el suicidio perdió su carácter individual, para hacerse social.  Las mujeres fueron las primeras.  Su instinto maternal se resistió a echar hijos para la opresión.  Con el zumo de ciertas raíces se provocaban el aborto, decretando por una vía absolutamente directa la desaparición de la raza.  Como la desaparición de los adultos era tan rápida, la raza tenía que desaparecer, si no nacían nuevos individuos.  Después la decisión se realizó en forma más directa todavía.  Se suicidaron familias completas, comenzando por el padre y terminando por el más reciente brote.  Finalmente, llegaron a suicidarse tribus enteras. 

Cuenta Oviedo que tribus invitaban a otras a realizar el suicidio y morían todos sus miembros en una noche….”

¿Qué me ha sorprendido tanto al reencontrarme con ese relato tan trágico?  Ocurre que desde aquella vez que leyera la obra, hace muchas décadas, hasta llegar a nuestros días, perdí el relato y pasé a creer que esas escenas de familias suicidas, evitando caer sojuzgadas en la derrota de su pueblo y en nombre de su honor y de su raza, era algo reservado para el pueblo de Japón en la experiencia de Iwo Jima en la Segunda Guerra Mundial, que supo ofrecer una muestra de inmolación masiva y desgarradora que conmoviera a medio mundo.

Ahora ha ocurrido que aparecen documentales formidables, a todo color, en Netflix, que reproducen aquellas escenas de madres, padres e hijos lanzándose desde riscos marinos muy altos a suelos de roca y no hay manera de contener las lágrimas.  Desde luego, ya teníamos de la antigüedad tragedias como las de Petra y Numancia, que pasaron a ser parte del honroso precedente del heroísmo de una resistencia ante la derrota y el deshonor de saber de sus gimientes vencidos, por lo que prefirieran la muerte por suicidio. 

Es que la historia ha sido cofre de otros muchos ejemplos de sacrificios colectivos sublimes.  Ahora bien, ¿por qué traigo ésto a cuento?  Porque resultan muy sugerentes para todo el dominicano que esté al tanto de la magnitud de los peligros de su Patria.  Estamos cercados y se arriman momentos de perderla.  Tendremos que luchar contra el mundo, siendo nuestra la razón, pero sabemos que ésta suele ser inútil frente a la fuerza.  Perderla es imposible.  Entonces, ¿qué haremos para salvarla?  Sólo tenemos el auxilio de Dios, que si nos abandona nos dejaría dos caminos:  la entrega vergonzosa de cuanto hemos sido para pasar a ser parias perpetuos, o imitar aquellos indios olvidados de que habla la “Tres leyendas de colores”. 

Nuestro himno de manera directa da un anticipo de nuestras obligaciones: “Y si fuere mil veces esclava, otras tantas ser libre sabrá.”

En realidad, son muchos los pueblos bajo letales amenazas, pero ninguno más que el nuestro.  Y lo preocupante es que se produce la coyuntura en momentos en que los poderosos de siempre dan atisbos destructivos de ruina y guerra; ellos que tienen los medios de desaparecer a la humanidad de la faz de la tierra.  Es en medio de esa gran tormenta que navegamos nosotros, con velas derruidas y frágiles mástiles; un naufragio se presiente, porque son señales apocalípticas las que nos llegan. 

No es, pues, un desatino pensar en otra tanda terrible de suicidios colectivos, quizás provenientes de lo que pueda haber en las entrañas de nuestra índole desde el tiempo de Enriquillo, que lograra doblegar la soberbia de los Reyes y firmar “la paz más honrosa de Adán acá”,  según refiere el legendario Oviedo.

 ¿Cuántos Guarocuyas hay en el pueblo en ignota presencia?  Ya lo veremos.  La mezcla de la raza nuestra permite suponerlo todo.  Duarte y Luperón son dos modelos; esto, sin omitir los mártires de todos los patíbulos que fueran los Sánchez.  Es con eso guardado en la sangre con que puede contar Dios para defendernos. 

No serán pocos los que podrán reirse de mis admoniciones.  Otros sentirán pena al creerme perdido en esta jungla del relativismo de los desvalores, donde la idea de Patria está desaparecida; que ya no hay fronteras ni naciones; que hablar de esas cosas es ridículo.  Lo sé bien y no le temo.  No he perdido la fe en el pueblo y basta que una parte de éste se arroje para poner a temblar la historia. Ese núcleo glorioso no lo hemos perdido; está en la muchedumbre anónima donde duerme su alma.  Duarte como Martí viven.  Que nadie crea que ha triunfado el “vil egoismo” para siempre.  “Otra vez”, como reza el himno de nuestra hermana Venezuela, secuestrada, en espera de una visita tutelar de su Libertador o de su Mariscal de Ayacucho para el rescate.  Y, ¿por qué no?  De un Chávez genuino como el escarnecido coronel muerto.

Los códigos en esta hora terrible descansan sobre afirmaciones simples, pero profundas.  Contaremos las estrellas dentro de la gran tormenta, nunca luego.  Y que nadie lo dude, la dominicanidad, probada por siglos de luchas y sacrificios, no será  fácil abolirla.   

Pero, vuelvo al poeta nacional en su “Tres Leyendas de Colores”, donde prueba la grandeza  de su poesía a grupas del relato histórico veraz. 

En efecto, en el capítulo La Leyenda se crece cuando desmitifica sin arruinarlo al Enriquillo de la lucha en el agreste Bahoruco, el de la resistencia heroica, y le hace censura a don Enrique, reconocido por el legendario Pacto de paz: Reajusta noblemente el poeta los hechos al interpretarlos y no hunde al héroe.  Más bien lo deja como lejana estirpe desaparecida de forma incierta y pienso en medio de este tropel de pensamientos de Pandemia y me pregunto:  ¿No nos diría nada, acaso, el tipo de mujer que fuera Minerva, la heroína nuestra, de aquella alcurnia del valor supuestamente desaparecida en Boyá?  ¿No sería acaso una doña Mencía rediviva la que asumía la muerte segura en los abismos de aquellas montañas como tumba eterna?

En fin, ésto lo arriesgo, porque no son muchos los que, como yo, la vimos de cerca, cuando ella residía junto a su hermana María Teresa durante sus estudios universitarios en la vivienda de la madre de mi esposa.  Ahí le llegué a decir que su tipo de mujer parecía venir de otros tiempos. Su muerte, junto a sus nobilísimas hermanas, supo alentar a los héroes de entonces; imitaba a los del pasado y alentaba a los del porvenir, los de siempre.  Con ella, alcanzó un cénit el dolor, que a los demás, simples mortales, los no héroes, nos llenaron de espanto y temor, porque después de su muerte todas las demás vidas de esta tierra podrían repetir su suerte.  El hecho es que han permanecido mayores peligros que la opresión, como son los de la pérdida de la independencia.  Y es a su ejemplo que hay que acudir aunque sea con el modesto ademán de evocarla. 

Quizás en todo ésto lo que más domina mi encanto es insertar algo de mala poesía, de puro montón, en los entresijos de la historia, que sí nos concierne a todos.

Por supuesto, nos haría falta Pedro Mir para empalmar estas terribles vicisitudes que nos estrujan, haciéndonos el relato.  Sería entonces la leyenda de dos colores, María Trinidad y Minerva, nuestra india y nuestra morena, labrando la historia.  ¿Y qué ha sido del blanco? Muy diluido en un tipo cósmico de raza incomparable y ha sido superado por el color nacional del mestizaje; el Dominicano de ahora y de siempre.

Con todo lo que vengo exponiendo, no como pasatiempo sino como reflexión, lo que quiero es resumir algunas cosas que pueden ser de nuestro interés retenerlas.

A veces se comenten errores al describir los hechos, y no siempre es oportuno insertar poesía en el exigente relato histórico.  Por saber hacerlo es la grandeza de nuestro Pedro Mir y voy de nuevo al ejemplo de su capítulo La Leyenda, página 209, ob. cit..

Ahí le duele referir la post paz de don Enrique, tenida por suprema; le regaña su compromiso de perseguir y domesticar, no sólo a sus indios que quedaran aún rebeldes, sino a los negros que tan vitales fueran frente a las rudezas, vinieran de Roldán, de Ogando, o de quien fuera.

Es fascinante la capacidad del poeta para exaltar la gloria, al tiempo que le señala yerros a don Enrique, gracias a la magia de su talento. 

Claro está, no ocurre siempre así, y persisto en ejemplos:  María Trinidad, la del patíbulo, no era la sencilla beata de comunión diaria la que caía con ella; era el honor de la República recién nacida, rebelada contra las tiranías en ciernes.

Las mártires de Marapicá de las Lomas de Puerto Plata, no eran sólo “inocentes mariposas” apaleadas y arrojadas a los abismos en aquel Noviembre del ´60; eran ellas el valeroso espíritu de la libertad dominicana que desafiaba al poder, con neta conciencia suicida; para que aquello sirviera de ejemplo excitante a los corajes por venir, que terminaran coronados por una expresión que no se ha querido destacar plenamente, quizás por mundana: “Ese guaraguao no come más pollo”

¿En qué pensaba el valiente Magnicida?  ¿En el hermano asesinado, nada más?  No. Reaccionaba escalando el Everest de la crueldad del martirio de Marapicá, mientras hacían justicia en nombre de su pueblo.

María Trinidad, como Minerva, fueron heroínas suicidas por la libertad y junto a ellas las amorosas y solidarias familias sacrificadas en sus patíbulos respectivos.

Rufino De la Cruz no era otra cosa que un suicida proveniente de la muchedumbre anónima. 

En fin, muestras sublimes, que no me permiten incurrir en la desmemoria del inmenso sacrificado de Manaclas, ya desaparecido el despotismo en sus esencias. 

Un pueblo, pues, que ha contado con alardes tan sagrados de valor no es justo suponerlo incapaz de suicidios colectivos, una vez llegare la hora de la muerte de su Independencia.

Concluyo con mis preguntas de siempre:  ¿Creen ustedes que es falsa mi alarma?  ¿No advierten, por el contrario, cuánto me atormentan las señales del presente?  No puedo arriar mi fe.  Dios proveerá.  Amén.

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